lunes, 9 de enero de 2012

El peso del altruista.

Contaron durante años las lenguas más afiladas, que desde el otro lado del Río Limos y bordeando la franja oriental de Aliecia, un noble de perfil misterioso visitaba cada pueblo, ciudad o asentamiento donde hubiera un mínimo de veinte personas a la luz del día. 
Decían que él mismo se jactaba de poseer una bolsa mágica de la cuál por muchas monedas que quitase, siempre estaba llena. Lo que nadie cuenta es como a pesar de poseer infinidad de plata, cobre y oro, el soberano entre pobres no podía quitar más de tres de una vez y ese impedimento era confundido con discreción y humildad allá por donde pasaba.

Mucho le atormentó no poder gastar más que una moneda de oro, una de plata y otra de cobre cuando quisiera. Así que se echó al camino sin mirar atrás.

Pasó por las ciudades de Roesen y Gov. Por pueblos como Nia o Reda. Cruzó el Limos. Visitó el viejo límite sureño de Iuit y contempló desafiante sus murallas de roble. Pero lo único que cuentan de él, además de que visitó toda la civilización conocida y por conocer, era que siempre realizaba el mismo ritual.
Al llegar caminando sin vacilar a uno de esos muchos lugares en los que había estado, se quedaba plantado en mitad de la calle más transitada. Estaba allí con la mirada perdida hasta que en algún momento pasaba alguien pidiendo limosna. Despertaba como de un sueño, se dirigía hacia esa persona hinchando el pecho y con una estruendosa voz cultivada en las mejores habitaciones de cualquier palacete extravagante, recitaba siempre la misma frase imprudente :

- Una moneda de cobre para quien la pide. Una de plata para quien la da. La última de oro para quien no hace nada de esto otro.

Mientras decía esto metía la mano en su bolsa mágica. Tiraba una moneda de cobre a quien se la había pedido, se guardaba una de plata en su bolsillo y tiraba en mitad del camino otra de oro viendo como, sorprendidos, los aldeanos se enzarzaban entre puños y patadas para cogerla.

Así pasaron los años. Los rumores se extienden más rápido que el viento y mientras el noble iba andando sin prisa pero sin pausa hacia su siguiente destino, en Aliecia todo el mundo estaba atento por si lo veía aparecer en su calle.

Y pasó. Pasó por muchas calles. Más de las que cabría decir. Repartió más monedas de las que un Rey soñaría con tener en sus sueños si estos durasen tres días y tres noches. Pero como pasa siempre, el camino terminó. Si bien es grande Aliecia, no es infinita. Nada lo es.

El último lugar conocido por el hombre se encontraba pasado el Puente de Piedra. Un lugar, si bien complicado de encontrar, más todavía si cabe describirlo. Un lugar llamado... quizá en otra ocasión. De momento se llamará "Final del trayecto".

Como en todas sus anteriores muestras de poder y magnanimidad, recurrió a su pregón antes de soltar el dinero :

- Una moneda de cobre para quien la pide. Una de plata para quien la da. La última de oro para...

Pero mientras deslizaba en sus bolsillos una de plata, años y años de acumular monedas se los habían llenado hasta hacerlos muy pesados y ni su portentoso cinturón soportó la carga.

La calle estaba atestada. Todos y cada de sus aldeanos, expectantes después de tanto tiempo de rumores y habladurías sobre un mecenas generoso, rompieron a reír ante la visión de... su gran altruismo.
Rojo como un tomate el noble vació sus bolsillos lo más rápido que pudo. Se subió los pantalones con la rapidez de un ciervo asustadizo y por primera vez desde que partiera, echó a correr como alma que se lleva el viento dejando tras de si montones y montones de monedas de plata.

Cegado por su propia vergüenza, el noble no pudo volver a aparecer en público y se convirtió en un ermitaño que poseía toda la riqueza imaginable en el mundo.

Mientras tanto, en "Final de trayecto", los ancianos siguen contando a sus nietos la historia del Noble    que casi fue altruista, mientras el cálido sol de invierno se refleja en los charcos de sus humildes calles.

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